Westbury: Un pueblo, mil raíces

 A solo cuarenta minutos de Manhattan, en la pequeña localidad de Westbury, donde los árboles ya anuncian el otoño, el 21 de septiembre se abrió un espacio para la memoria y la alegría: Fiesta de las Culturas.

Aunque la cita llevaba por nombre Mes de la Herencia Hispana, el encuentro se volvió universal: banderas y  acentos de distintas orillas se entrelazaron en un mismo latido.

"Fue un día de panes y peces multiplicados". Las manos de las mujeres  generosas, velaron para que nadie quedara sin probar los sabores de la cocina latina. Había ensaladas,  entradas de  diversos países, empanadas crujientes y, como guiño a la convivencia, hasta la pizza y la pasta se incorporaron al festín.

Restaurantes, pequeños negocios y emprendedores ofrecieron no solo comida, sino también regalos, como un recordatorio de la abundancia compartida.

El arte  se desbordó en cada esquina. Algunas pinturas que no cabían en los paneles, colgaban de los árboles,  un pintor convirtió mejillas infantiles en lienzos vivos y, más tarde, disfrazado de payaso, los vio reír. 

Una artista les inspiró a hacer máscaras, paisajes, pinturas abstractas,  levantó con cartón y pinceles la casa de los sueños, y los niños, arquitectos improvisados, construyeron sin juicio, desde chozas sencillas hasta rascacielos imposibles. Lo más bello no fueron las estructuras, sino la libertad: padres y madres que primero intentaron ordenar, terminaron colaborando en torres y fachadas de colores.

Un niño, al que el mundo suele acusar de distraído, pintó durante dos horas con la concentración de un monje. Y una madre, sorprendida, confesó: “Nunca imaginé comprarle pintura a mi hija; hoy descubrí un nuevo modo de verla feliz”. Así, el arte dejó de ser simple entretenimiento y se reveló como respuesta silenciosa a las angustias cotidianas.

Un diablo escapado de la República Dominicana, con su traje colorido fue protagonista de innumerables fotografías recordándonos que también la tradición es un puente entre territorios.

El alcalde y su equipo se unieron con la gente: animaron, ayudaron, celebraron. Se entregaron a la actividad con la certeza de que la política en su forma mas genuina, un acto de servicio. 

Y al caer la tarde, la pista de baile se volvió símbolo. Profesionales de la salsa compartieron espacio con pasos torpes, pero sinceros, de quienes apenas se atrevían a moverse. Nadie quedó fuera: unos y otros, entrenados o improvisados, encontraron en la música un mismo idioma.

Fue, en el fondo, una voluntad colectiva: bailar para espantar el miedo, cantar para celebrar la vida, pintar para volver al espíritu creador, encontrarse para recordar que la comunidad latina no es amenaza, sino abrazo.

Rosalba Henao


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